LOS POETAS MALOS (Última noción de Arthur)
Aún pienso en los trenes que venían desde
y recuerdo los barcos, su himno de bocinas
como un vómito que arrastrase las últimas
voluntades.
Todavía me oigo preguntarme
si desde el espigón parecerían
enormes megaterios alejándose
o si la gente que nunca viajaba
se sentaría en las piedras a contarse
las historias que se cuentan los que nunca viajan,
como esa del nunca regreso
o aquella otra que nos convertía en peces.
Cuando abriste la puerta de tu casa
me enamoré del sauce que te crecía desde los
zapatos,
poeta de ramas blandas –pensé-
y comencé a destruirte
porque sólo lo que se ama es un incendio hermoso,
es un ídolo de hierba,
es una sombra donde había una cabeza.
Ya nadie nos recuerda.
Íbamos a los nombres y a los antros
para oír a los dulces cacasenos.
Sólo los malos poetas escriben poesía.
Leen a otros poetas,
recitan como papagayos
sus estúpidas retahílas del corazón o la nube,
les apesta la boca a óxido y frases hechas,
dicen «es bastante» tapando la copa,
«hay un poeta que»
«este poema habla inédito»
«hay veces que me olvido de cenar»,
«me van a disculpar señores» -dicen-
y se colocan el sombrero
y unas alas de cieno caliente como un hogar,
les crecen.
Abandonan temprano porque alguien les espera
siempre,
recogen las monedas y los oigo contarlas bajo el
abrigo,
después borrarán dos o tres versos para cansarse
y dormirán tranquilos con la mosca negra de la
duda
a la que llaman el hada. Los poetas malos.
Íbamos a los hombres y a los filos,
nos gustaba oler la música
que hacen las costillas al separarse
y el chaparrón de los interiores.
Cuesta comprender y quemar los restos,
saber que estás diciendo tus últimas palabras.
Para qué las ideas después
del imperio de algunas visiones,
qué poema no nace muerto después del mar.
Ya nada nos recuerda.
Aún toco mi mano y entonces vuelve a abrirse
el agujero de plomo por el que te miraba un tiempo,
igual que ahora miro por el ojo de buey
la vasta tiranía del agua
y la distancia que separa a Dios de las balas.
También, a veces, regresan los megaterios,
fabulosos en su lentitud,
buscando lo invisible esas bestias.
Como los trenes que venían desde,
como los barcos que llevaban hasta.
En un mercadillo de Sintra, a escasos kilómetros de Lisboa, compré una parker de segunda mano color gris que siempre cargo con tinta azul. Años más tarde y lejos de allí, encontré un gato, con sus cien gramos de muerte, debajo de las tripas de la ciudad, entre los muros de la sed y una sombra de mierda y naranjas. Esta noche, el animal ha olisqueado la pluma un rato y he podido contemplar al universo romper sus poleas en el vértice de dos azares que se encuentran. Después, como casi siempre a esta hora, ha sacado su cabeza azul por la ventana y ha mirado la luna como a un pez milenario. He tenido que escribir esto como quien se ata un hilo al dedo o se cambia el reloj de muñeca; para no olvidar qué álgebra de cuerpos, qué suma de sangres y sangres me habrán traído a mí a esta silla y a este día.
Tan temprano y ya la pereza. No se trata de hartazgo vital, es sólo el cansancio crónico de los días, el dolor con ancla de la costumbre hecho fiesta entre las vértebras de la semana. Me duele siempre ahí, entre la radio del domingo y el gallo de los lunes. Me duele lo que de soneto y matemática tiene el calendario. Pero aún así, no son lo peor los días, sobre todo si se camina sobre estas costuras, en las bisagras del año donde la luz de diciembre a las seis de la tarde le levanta la falda a la casa y puedes mirar la mesa alumbrada, partida en dos por la cuchilla de sombra de la persiana, con el mismo asombro que miras la esfinge verde del gato sentado que también te mira.
Sin duda no es lo peor el teclado mudo del almanaque, lo peor son sus habitantes, los terrícolas y sus historias de miseria y canción que les abre en la cara una boca baldía e innecesaria si una ley o un silencio los nimbara con una corona de trigo. Esta harina de amor e imbéciles que llamamos otros, mundo, hermanos, con los que partimos y comemos el pan negro de la jornada.
Somos los funcionarios de la tribu.
Para que el mundo siga moviendo sus hombros continentales, sus caderas oceánicas, es indispensable convertirnos en piano y tocar, y tocar la polonesa interminable, la danza astral de los tiempos.
Sin embargo, es dulce comprobarse tecla sola en la noche, tocando tu misma nota una y otra vez como un sonsonete o un aceite goteando. Individuo que se va durmiendo dentro de su propia voz con la nana que le canta: eres un hombre solo con tu tragedia y tu melodía. Como todos los demás: príncipes del hielo, HERMANOS DE NADIE.
de Hermanos de Nadie, Karima Editorial,2015
IVÁN ONIA VALERO , Sevilla 1980, ha publicado la plaquette Tumbada cicatriz (2011) y el poemario Galería de mundo y olvido (2013), con el que obtuvo la nominación al Premio Andalucía de la Crítica 2014. Además forma parte de la antología de jóvenes poetas andaluces La vida por delante.
http://laspuntasdeltiempo.blogspot.com.es/
Podéis saber más del autor leyendo esta entrevista que le hicieron a Iván y a Braulio Ortiz : https://l.facebook.com/l.php?u=http%3A%2F%2Fletrasanfibias.com%2Fcreacion%2F&h=zAQE4_9X6