Lo malo de la poesía, me di cuenta
mientras caminaba por una playa una noche –
la fría arena de Florida bajo mis pies desnudos,
un espectáculo de estrellas en el cielo –
lo malo de la poesía es
que anima a escribir más poesía,
más pececillos que atestan la pecera,
más conejillos
saltando de sus madres a la hierba cubierta de rocío.
¿Y cómo acabará algún día?
A menos que al final llegue el día
en que hayamos comparado todas las cosas del mundo
con el resto del mundo,
y no quede otra cosa que hacer
sino cerrar silenciosamente nuestros cuadernos
y sentarnos con las manos cruzadas en la mesa.
La poesía me colma de alegría
y me elevo como pluma al viento.
La poesía me inunda de pesar
y me hundo como una cadena lanzada desde un puente.
Pero principalmente la poesía me inunda
con ganas de escribir poesía,
de sentarme en la oscuridad y esperar a que una pequeña llama
aparezca en la punta del lápiz.
Y junto a eso, el anhelo por robar
, irrumpir en los poemas de otros
con una linterna y un pasamontañas.
Y vaya panda de delincuentes infelices que somos,
carteristas, ladrones comunes de tiendas,
pensé para mí
mientras una fría ola se rizaba en mis pies
y el faro peinaba el mar con su megáfono de luz
que es una imagen que robé directamente
de Lawrence Felinghetti –
para ser totalmente sincero por un momento –
el poeta ciclista de San Francisco
cuyo pequeño parque de atracciones en forma de libro
llevaba en un bolsillo lateral de mi uniforme
subiendo y bajando los procelosos pasillos del instituto.